Regina Spektor nunca perteneció a ninguna camarilla. Apareció, miró alrededor, tocó una canción sobre sillas plegables y dentistas soviéticos, y se fue antes de que se secara el humus. Todavía seguían debatiendo sobre la semiótica de la remera de Thom Yorke cuando ella ya iba por Delancey silbando en cuartos de tono con una sonrisa que no necesitaba tu aprobación. Durante un rato, a comienzos del siglo XXI, la acomodaron en el experimento fallido del anti-folk, un culto menor en la iglesia del indie neoyorquino que no juntó suficientes devotos ni para justificar una colecta. Pero Spektor nunca estuvo cómoda en esa camarilla. Ni en ninguna otra.
Desde el principio fue un problema. Un problema delicioso, irritante y necesario. No porque cante sobre cepillos de dientes o se enamore de objetos inanimados, sino porque lo hace sin pedir disculpas. Porque compone desde una sensibilidad que tiene muchos inconvenientes para acoplarse en las convenciones de la música pop. Porque aprendió a tocar el piano leyendo entre líneas los siglos de desarraigo. Porque recuerda, sin gritarlo, que Estados Unidos no es el centro musical del mundo. Que ni siquiera lo es Nueva York, y mucho menos cuando se lo oye desde la escalera de incendios de un edificio del Bronx. Que se puede escribir con furia sin una guitarra eléctrica. Que la honestidad artística, cuando no está filtrada, suele parecer demencia.
Sus primeros trabajos (11:11 y Songs, de 2001 y 2002, registrados en un día, en una toma, autopublicados mientras estudiaba composición en la universidad, a la venta en sus conciertos por el precio de un CD quemado) son más artefacto que álbum. Mal grabados, caóticos, con más nervio que mezcla, a veces brillantes, a veces insoportables. Dicen —o alguien dijo alguna vez— que así es la genialidad cuando todavía no tiene manager. En esos discos canta como si estuviera intentando escaparse de la habitación y el micrófono se le interpusiera. Corre por las teclas del piano como si la persiguieran. No sabe si quiere tocar jazz, o hip hop, o punk, o clásica, o indie, o sólo hacer ruidos con la boca. Su voz se quiebra, se ríe, se corta, vuelve. No por capricho. Porque la frase lo pide. Esos discos son crudos como solían ser los diarios íntimos antes de que Taylor Swift los volviera narrativa: excesivos, erráticos, vitales. No se escuchan por el pulido. Se escuchan para ver cómo alguien intenta reconstruir un idioma.
Porque ese es su truco. Spektor —nacida en la Unión Soviética en 1980, emigrada casi una década después— no escribe canciones; reescribe los sonidos del habla. La música aparece subordinada al experimento: enseñarle inglés al inglés. Sus letras están llenas de sintaxis rusa, repeticiones talmúdicas, retazos de otros idiomas, juegos de palabras, dichos dados vuelta. Escribe como alguien que tuvo que aprender inglés a los nueve y todavía no se lo perdona.
Es una trickster con vestido lindo, una rima que esconde un cuchillo. “That Time” no es añoranza; es un reproche. “Dance Anthem of the 80’s” se ríe de la industria de la nostalgia con tal dulzura que no ves venir el golpe. “Poor Little Rich Boy” no es solo una frase hecha: es una inversión de un relato que creías conocer, hasta que no. “Laughing With” no es teología; es una etnografía del desamparo. “Older and Taller” es una canción triste que te hace reír o una canción graciosa que te entristece. “Your Honor” es el sueño punk de Steve Albini luego de escuchar los demos de Kill Kenada. “Ghost of Corporate Future” es una mejor crítica al capitalismo tardío que todos los libros de Zizek. “Summer in the City” es un tratado de urbanismo obsesionado con los escotes. “Pavlov’s Daughter” es lo que debe sentirse cuando te clavan un destonillador en la oreja. “Genius Next Door”, si la hubiese cantado un cowboy muerto, sería canonizada como la gran tragedia estadounidense que ya es. Su álbum de 2006, Begin to Hope, fue lo más cerca que estuvo del mainstream, y aun así, hay que poner comillas y asteriscos. “Fidelity” fue un hit incómodo. La producción es pop, pero la entrega es casi psicoanalítica; suena como quien confiesa un crimen de guerra. Es prolijo, como si alguien con un PowerPoint le hubiera explicado que a la gente le gustan las canciones con estribillos, pero la voz sigue haciendo lo suyo: doblando vocales, escupiendo consonantes, resbalando entre registros como si estuvieran engrasados. Hasta sus canciones de amor suelen ser sobre muerte, deterioro o alguna forma suave de catástrofe. “Samson” no es una historia romántica. Es mirar a alguien desaparecer y fingir que es poético.
Hay algo devastador en su capacidad para narrar el fin del mundo con metáforas sobre taxis o góndolas de supermercado. No grita. No lo necesita. Sus personajes viven en placares, en sopas, en diálogos con dioses o con tipos que nunca llamaron. El apocalipsis, en su mundo, es siempre cotidiano. Y por eso parece más tangible. Como las mejores historias de Stephen King: terror es despertarte y descubrir que los imanes de la heladera no están como los dejaste. Es trivial, te llega y te desacomoda, te asusta.
No es una artista fácil. Tampoco quiere serlo. Sus canciones son demasiado elípticas, demasiado extranjeras, demasiado literarias, demasiado. Pertenece a la misma estirpe que Kate Bush o Laurie Anderson o Aurora Nealand —compositoras que nunca limaron su curiosidad para satisfacer las convenciones de los géneros— pero también hace otra cosa. Cuelga memorias diaspóricas bajo el disfraz del pop. Te hace tararear el desarraigo. Esconde fantasmas soviéticos en coros del Top 100.
Hay canciones que no deberían funcionar, canciones que riman “orange” con “door hinge” y aun así fallan el compás. Hay discos enteros que parecen sueños recordados al revés. Pero insiste en lo difícil. En la memoria sin orden. En la emoción sin espectáculo. En la voz sin Auto-Tune. Es de las pocas compositoras que todavía escribe para quienes leen poesía y no lo dicen. Para quienes tuvieron un mal día y no lo postean.
Su aproximación al piano es única. Lo toca como si se le fuera a escapar. No en sentido figurado. No con emoción. Técnicamente. La mano derecha siempre un poco adelante, como si previera la fuga. La izquierda, un poco rezagada, como si dudara. No es rubato. No es swing. Es una ansiedad estructural embutida en la frase. La misma tensión que se escucha en Rajmáninov antes del golpe, en Prokofiev antes del chiste, en Glazunov antes del alcoholismo. Spektor no imita a los compositores rusos. Los digirió. Le habitan el tempo, el ataque, la obstinación por no caer en la estructura de verso-coro-verso-coro-puente-coro, en las progresiones de acordes como I-V-vi-IV y sus variaciones, en la simetría de cuatro compases. Sus síncopas parecen un electrocardiograma del corazón de Homero Simpson; su definición de instrumento musical es golpear una silla con un palo. El pop evita las séptimas, las novenas y las decimoterceras estructurales; para Spektor son talismanes. No se le puede marcar el ritmo como al resto. Porque no respira en tiempo estándar.
Y la respiración importa. Respira en los silencios. No entre frases, sino adentro. Deja que el silencio interrumpa: una oración, un acorde. No por drama. Por precisión. Porque a veces lo que no se dice suena más que lo que sí se dice. Los silencios son parte de su instrumentación. En “Après Moi”, el momento en que el piano se cae antes del “debo seguir”, eso no es producción. Es fraseo. Es estructura. Una música que elige romper en lugar de crecer. La mayoría construye. Ella se derrumba.
Su voz no entra en el gráfico. No es una voz adiestrada como cantante pop. Está entrenada como herramienta. Forzada a vocales que no fueron hechas para ella. Perfectamente afinada en su desobediencia. Aplana consonantes para extender la caída. Deja que los diptongos se abran, como bocas de emojis sorprendidos. Detrás del caos hay control clásico. Es como querer romper una caja fuerte. Si no sabés qué estás rompiendo, suerte con eso.
No se trata de excentricidad. Es especificidad técnica. Algo que se aprende, se practica y se aplica. La sincopa en “Better” es deliberada, trazada, matemática. Acentúa la segunda mitad del segundo tiempo y el contratiempo del cuarto, donde nadie espera que entre una frase pop. Y después canta por encima. Como si hilara la melodía en un telar con clavijas sueltas. Es incómodo y así tiene que serlo. No hay seguridad en la cadencia. No hay resolución en la armonía. Crea tensión y después te da una tercera mayor como si fuera una burla. El alivio no es dulce. Es sospechoso.
Cuando modula parece un fantasma. Cambia de tonalidad a mitad de la canción no para elevarla, sino para descolocarte. En “Us”, los versos se quedan en mi menor, dudosos, anclados. Las cuerdas saben dónde están y qué tienen que hacer. Pero el estribillo entra en sol mayor sin anuncios. Y la voz finge no darse cuenta. Como si el cambio de tono hubiera ocurrido antes emocionalmente que musicalmente. Está usado no como celebración, ni como clímax, sino como desplazamiento. Geografía afectiva. Cuando el yo llega a la canción, la melodía ya está en otra parte.
Ninguna de estas melodías es cantable en el sentido habitual del pop. Saltan demasiado. Quintas, sextas, octavas. La primera línea de “Folding Chair” salta una séptima sobre una letra que no justifica el intervalo. Y después resuelve hacia abajo, comprimiendo todo de nuevo en la respiración. Una disonancia cifrada. La mayoría de los compositores sigue las palabras. Spektor escribe líneas melódicas que contradicen esas palabras. Una frase feliz sobre una armonía menor. Una letra resignada que sube una cuarta perfecta. Es irónica en los intervalos.
Tampoco confía en el acompañamiento. O eso parece. Se nota en cómo escribe para piano. La mano izquierda no acompaña. Discute. Los graves de “Human of the Year” no sostienen los acordes; los atraviesan. No arpegia. Usa clústers no resueltos: segundas, sextas que se rozan como muelas. No es Debussy. Es Shostakóvich con resfrío. Más rabia. Más humor. Menos paciencia.
En sus primeras canciones, cuando el acompañamiento era un palo de escoba contra una silla (esto es literal: oigan “Poor Little Rich Boy”), se balanceaba con ese swing inclinado del este europeo, un poco desparejo, polirrítmico sin llegar a serlo. Pero incluso después, en canciones como “All the Rowboats”, apenas desplaza el pulso del compás. No para sonar retro. Sino para sonar mal. Porque lo que dice lo exige. No se puede cantar sobre el arte como encierro si el beat es metronómico. Así que lo rompe. Lo abre. Hace que el ritmo signifique algo.
Por supuesto, no es algo que puede sostenerse durante décadas. Home, Before and After, su álbum de 2022, ya no suena como un accidente de tráfico. Tiene una especie de caos esterilizado. Una combustión limpia. Es una música todavía brillante, aguda, inquietante y, sin embargo, ligeramente sofocante. No porque le falte aire, sino porque parece obsesionada con el aire. Con su control. Con dónde entra y dónde no. Y sin embargo, incluso en su versión más pulida, siempre hay algo sin digerir.
La producción nunca la halaga. Más bien la desafía. Es un boicot. Su voz siempre está un poco demasiado alta, o demasiado chirriante, o el piano está demasiado seco, o las cuerdas demasiado suaves. No está ahí para calmarte. No quiere sonar bien. Quiere sonar como ella. Y eso implica elecciones feas. Frecuencias incómodas. Proximidad molesta. En “Firewood”, los agudos hacen clipear la mezcla. No es un error. Ningún ingeniero de sonido fue despedido. Es violencia estructural. Está calculado.
No es ornamental. Es arquitectónica. No hace puentes. Hace cortes. Fracturas. “Two Birds” debería terminar después del segundo estribillo. No termina. Agrega un tercer pájaro. Una tercera línea. Una tercera objeción. Porque la forma no es algo que se hereda. La forma es algo que se interroga.
La diferencia entre un compositor y un cancionista es el tiempo. Uno construye momentos. El otro, sistemas. Spektor hace ambas cosas. Embebe ciclos, motivos, retornos armónicos. La línea cromática descendente que aparece en varios discos. El semitono que se desliza como la voz, incluso cuando la voz no está. Reutiliza material como una novelista repite imágenes. La línea de piano en “The Call” recuerda a la de “Somedays”. No porque se haya quedado sin ideas. Porque la historia sigue.
Tal vez por eso sus conciertos —acaso su música— se sienten cada vez más como conversaciones privadas. “El público ya no está acostumbrado a que alguien se invente algo, cree un personaje y se comporte como tal, como hicieron Chuck Berry o Bob Dylan. El público lo toma todo al pie de la letra, en parte porque la confesión personal y sensible, la ‘honestidad’ y la comunicación personal entre el cantante y cualquiera que le esté escuchando, son muy atractivas y tranquilizadoras en una época en la que la cultura pop y la política perdieron sus dimensiones míticas más elevadas, cuando no hay artistas ni políticos que puedan construir comunidad y cada fan queda relegado a sí mismo”. Esto no es nuevo. Literalmente. Fue escrito por Greil Marcus hace cincuenta años, en su libro Mystery Train, pero es el mismo contexto que vuelve a la música de Spektor una conversación privada. El público cambió. El zeitgeist dejó de saber escuchar a alguien que no sigue modas, alguien que quiere verte disfrutar cuando descubrís que el sonido siguiente no estaba donde lo esperabas. El zeitgeist se volvió pensar que la libertad consiste en hacerte un tatuaje feo y nunca tener que leer un libro. Mientras el pop mainstream exprime el trauma y el perreo asexuado para sumar reproducciones, Spektor sigue cantando sobre correos extraterrestres y personas que se convierten en muebles. No busca relevancia. Hace arte.
Regina Spektor no es una pianista que canta. No es una poeta que compone. Es una obrera del sonido. Una especialista en disonancia. Una compositora con tierra en las uñas. Una intérprete clásica que se cansó del buen gusto. Que todavía toca el piano como si se le fuera a escapar. Y que a veces se le escapa. No es un género. Es un dialecto. Una sintaxis. Una forma específica de pronunciar las vocales. No es el sonido de Nueva York, aunque las huellas de la ciudad estén por todas partes, aunque cada 11 de junio, desde 2019, Nueva York celebre el día de Regina Spektor. Es el sonido de lo que Nueva York prometía proteger: la diferencia, la traducción, la negativa. Canta como quien lo recuerda todo. Incluso lo que nunca pasó. Sobre todo eso.
Lo que la hace singular no es su coherencia sino su fractura. Su negativa a alinearse. Su negativa a resolver. Ahora usa vestidos impecables. Y le sientan de maravilla. Otras veces vuelve a ser la mujer con las rodillas raspadas, gritando una cosa brillante desde la escalera de incendios, riéndose de algo que nadie más oyó.