El tipo era inconfundible. Por las patillas, el peinado, por la sonrisa. Llevaba traje negro, camisa blanca, corbata roja con pañuelo al tono. Estaba rodeado de micrófonos y de cámaras de televisión, los curiosos le tomaban fotografías, lo felicitaban, le daban ánimo. Le pidieron que cantara, él cantó, lo aplaudieron.1
Sucedió el martes 5 de enero de 2010 en la vereda del Congreso de la Nación, la sede del poder legislativo de la República Argentina, un país de la región austral del continente americano cuyo nombre quedó establecido por un decreto presidencial de 1860. El Congreso está situado en la ciudad de Buenos Aires, a la que en 2010 también se le decía Capital Federal, o la capital, a secas, con ese artículo definido que servía como demostrativo determinante e indicaba de manera unívoca que no podía haber otra capital para la República Argentina más que Buenos Aires, aunque eso no fuera cierto, aunque eso no fuera cierto en lo absoluto, apenas unos años antes de que Capital Federal cediera ante CABA, el acrónimo de Ciudad Autónoma de Buenos Aires, al que más tarde se sumaron otras siglas linderas como AMBA, GBA, RMBA y ZMBA: “Las siglas son un fenómeno fascinante —escribió la antropóloga Kirsten Bell— porque teóricamente están diseñadas para hacernos la vida más fácil, pero a menudo parecen tener el efecto contrario”.
El tipo frente al Congreso era un imitador de Sandro. De Sandro, el cantante, que había fallecido el día anterior en la localidad mendocina de Guaymallén y al que ahora velaban en el Salón de los Pasos Perdidos, que es un nombre bellísimo para un salón, o un disco, una canción, un libro, una película, una casa en la playa, un mausoleo, cualquier cosa, en particular si se le sacan las mayúsculas iniciales y a condición de que no se convierta en sigla: el SPP del CN, en CABA, RA.
Fragmento de Pasajes sonoros: Escritos sobre música, vol. 1, AZ Editora, 2024.
La foto es mía. No creo que una imagen valga más que mil palabras, pero sí pienso que tus mil palabras valdrán mucho más si se sostienen en un documento. Y una imagen fotográfica es un gran documento. Sin una foto quizás habría recordado la presencia del imitador; o quizás no. De seguro no habría recordado, ni pensado siquiera, en el color de su corbata ni si hacía juego con el pañuelo. Como escribió el antropólogo Ryan Anderson: “Nunca se sabe cuándo ni cómo comenzarás nuevas investigaciones. Por no hablar de cómo lo vas a hacer. Por eso siempre es bueno tomar notas… y fotografías”.