“Están vendiendo postales del ahorcamiento”, así empieza el narrador de “Desolation Row” de Bob Dylan, y cuando acaba de decirlo sólo pasaron doce segundos de la composición. Uno puede aceptarlo y seguir adelante, sin prestarle atención, es sólo una frase ingeniosa en una canción que alguien decidió pasar en la radio, tal como la estaban pasando aquella noche en la que a Spanish Eddie se le cortó la racha, según cantaba Laura Branigan en 1985, o que el algoritmo de una aplicación determinó que debías escuchar porque un rato antes habías escuchado a Blind Willie McTell cantando “Statesboro Blues” de una manera en que nadie más puede hacerlo. Pero uno también puede reaccionar ante el acontecimiento de la canción, hacer una pausa, levantar la cabeza, y preguntarse de qué diablos está hablando ese hombre, o en el caso de Dylan en 1965, de qué diablos está hablando ese muchacho de veinticuatro años. ¿Qué quiere decir? Y luego: ¿por qué debería estar queriendo decir algo? Y después: ¿por qué tanto tiempo después estas preguntas siguen siendo tan buenas?
Acaso porque nunca sabrías donde ponerte a escarbar sin estas preguntas, sin alguna clase de orientación, sin el sobre de indicios deslizado bajo la puerta: una canción también puede ser un mapa.
Fragmento de Pasajes sonoros: Escritos sobre música, vol. 1, AZ Editora, 2024.